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IV Reflexión franciscana

abril 12, 2024

Publicamos la reflexión del mes de abril, elaborada por franciscanos italianos con motivo del 800 aniversario de la impresión de las llagas

 Francisco, cuerpo “crucificado”  (LM 13,3-4)

  Al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne. Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras en las manos y en los pies; las puntas, formadas de la misma carne y sobresaliendo de ella, aparecían alargadas, retorcidas y como remachadas. Así, también el costado derecho -como si hubiera sido traspasado por una lanza- escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones. Viendo el siervo de Cristo que no podían permanecer ocultas a sus compañeros más íntimos aquellas llagas tan claramente impresas en su carne y temeroso, por otra parte, de publicar el secreto del Señor, se vio envuelto en una angustiosa incertidumbre, sin saber a qué 

atenerse: si manifestar o más bien callar la visión tenida. Por eso llamó a algunos de sus hermanos, y, hablándoles en términos generales, les propuso la duda y les pidió consejo. Entonces, uno de los hermanos, Iluminado por gracia y de nombre, comprendiendo que algo muy maravilloso debía de haber visto el Santo, puesto que parecía como fuera de sí por el asombro, le habló de esta manera: «Has de saber, hermano, que los secretos divinos te son manifestados algunas veces no sólo para ti, sino también para provecho de los demás. Por tanto, parece que debes de temer con razón que, si ocultas el don recibido para bien de muchos, seas juzgado digno de reprensión por haber ocultado el talento a ti confiado». Animado el Santo con estas palabras, aunque en otras ocasiones solía decir: Mi secreto para mí (Is 24,16), esta vez relató detalladamente -no sin mucho temor- la predicha visión; y añadió que Aquel que se le había aparecido le dijo algunas cosas que jamás mientras viviera revelaría a hombre alguno. Se ha de creer, sin duda, que las palabras de aquel serafín celestial aparecido admirablemente en forma de cruz eran tan misteriosas, que tal vez no era lícito comunicarlas a los hombres. Así, el verdadero amor de Cristo había transformado en su propia imagen a este amante suyo. 

Comentario: Francisco no es tanto un hombre estigmatizado cuanto un hombre clavado en la cruz; en su cuerpo no se ven agujeros, sino clavos. Francisco es un hombre que, en el momento doloroso, en el cual se siente marginado por sus mismos hermanos, no comprendido, marginado, en el momento en el que se siente inútil, cumple la opción de permanecer con los hermanos, de dar la vida por aquellos que no lo quieren ya. Aquellos clavos atravesados en su cuerpo son los signos de un amor que ha sabido ir más allá del mal, los signos del amor de aquel que ha preferido a los otros a sí mismo. Son clavos que tienen el valor del perdón, de la reconciliación, capaces de agrupar todos los trozos de la fraternidad sin perder ninguno. Las de Francisco son manos clavadas, manos que no saben retener, manos inexorablemente abiertas en signo de reconciliación y de paz, manos capaces de sostener, de “clavarse” al dolor y la dificultad de los otros. Los de Francisco son pies clavados, pies en camino que no soportan éxtasis, pies capaces de “andar hacia”, de estar al paso del más cansado. El de Francisco es un corazón abierto, un corazón capaz de acoger también las suciedades más decepcionantes e incómodas de los otros, un corazón que se convierte en casa, lugar de reparo y reposo, porque está habitado por el perdón. Con estas manos, con estos pies, con este corazón, Francisco es “cuerpo crucificado”, es el amante que el amor ha transformado en imagen del Amado. 

A la escucha de la Sagrada Escritura

Rm 6, 1-11 

¿Qué diremos, pues? ¿Permanezcamos en el pecado para que abunde la gracia? De ningún modo. Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en el pecado? ¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado; porque quien muere ha quedado libre de pecado. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya o tiene dominio sobre él. Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre; y quien vive, vive para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.

Comentario: Bautizados en la muerte de Cristo podemos caminar en una vida nueva. En este sugestivo pasaje de la Carta a los Romanos, Pablo habla del bautismo como una inmersión en la muerte de Cristo, una unión, al mismo tiempo mística y sacramental, con el misterio de la cruz. En esta inmersión, nosotros participamos en su muerte y morimos nosotros mismos con Cristo. Muere nuestro hombre viejo, muere el esclavo del pecado. De esta muerte, se abre la posibilidad de una vida nueva, ante todo desde el punto de vista moral. “Caminar”, de hecho, es metáfora de la observancia de la Ley que se hace posible por la gracia sobreabundante que proviene de nuestra unión con Cristo. Con esta mirada retrospectiva, Pablo recuerda a los Romanos el fundamento cruciforme y pascual de su existencia. El que ha acogido a Cristo y se ha sumergido en su cruz ha pasado de la muerte del pecado a la vida de la gracia. El encuentro con la cruz de Jesús tiene una potencia transformante que renueva a los creyentes. 

A la escucha de los Padres de la Iglesia

«Cristo ha resucitado para gloria del Padre: también para nosotros, si morimos al pecado y somos sepultados con Cristo y todos los que vean nuestras buenas obras glorifiquen a nuestro Padre que está en el cielo (cf. Mt 5,16), con razón se dirá que hemos resucitado juntamente con Cristo para gloria del Padre para caminar en novedad de vida. Ahora bien, la novedad de vida se verifica cuando nos hemos despojado del hombre viejo con sus obras (Col 3,9) y nos hemos revestido del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4,24) y se renueva en el conocimiento de Dios según imagen de aquel que le creó el conocimiento (cf. Col 3,10). De hecho, no creas que la renovación de la vida, que se dice que ha ocurrido sólo una vez, es suficiente; sino que continuamente, cada día es necesario hacer nueva, si podemos decirlo, la misma novedad. […] Como, de hecho, el hombre viejo sigue envejeciendo y se vuelve más senil día a día, así también, este nuevo continúa renovándose y no hay tiempo en que su renovación no aumente. Caminemos en novedad de vida, mostrándonos nuevos cada día a aquel que nos resucitó con Cristo, y por así decir, más bellos, buscando en Cristo como en un espejo la belleza de nuestro rostro y, contemplando la gloria del Señor, transformémonos en su misma imagen, ya que Cristo, resucitando de entre los muertos de la bajeza terrenal, ascendió a la gloria de la majestad del Padre.” (Orígenes, Comentario a la Carta a los Romanos 5, 8) 

Comentario: Admirable exegeta alejandrino, que vivió a caballo entre los siglos II y III, Orígenes nos deja una riquísima producción literaria. Sus escritos exegéticos se repartieron en tres géneros: escolios (colección de pasos de difícil o bien importante significado, que se perdieron), homilías (predicadas, como presbítero, en Cesarea y en Jerusalén y dedicadas a la lectura sistemática de la Sagrada Escritura así como a la, igualmente, interpretación sistemática de las perícopas más significativas, sobre todo del A.T.) y los comentarios (de corte escolástico, mucho más densos que las homilías, denotando gran empeño filológico), de los cuales se ha tomado el pasaje propuesto. Aparece la necesidad de una relación viva con el Espíritu, definido mediante el epíteto de “novedad”, que es diferente respecto a “reciente”: lo “reciente” es nuevo solamente por un instante y por acumulación, sin embargo, lo “nuevo” es aquello que, aún permaneciendo lo mismo, aporta siempre algo a cada encuentro, porque es inagotable. Por lo tanto: ipsa novitas innovanda est!